miércoles, 13 de abril de 2011

Los profesores como intelectuales Henry Giroux

LOS PROFESORES COMO INTELECTUALES TRANSFORMATIVO
POR HENRY A. GIROU:
Contrariamente a muchos movimientos de reforma educativa del pasado, el llamamiento
actual al cambio educativo representa al mismo tiempo una medida realmente
desconocida hasta ahora en la historia de nuestra nación. La amenaza está representada por una serie de reformas educativas que muestran escasa confianza en la habilidad de los profesores de la escuela pública para ejercer un liderazgo intelectual y moral a favor de la juventud de nuestra nación, por ignorar el papel que desempeñan los profesores en la formación de los estudiantes como ciudadanos críticos y activos, o bien sugieren reformas que no tienen en cuenta la inteligencia, el punto de vista y la experiencia que puedan aportar los profesores al debate en cuestión. Allí donde los profesores entran de hecho en el debate, son objeto de reformas educativas que los reducen a la categoría de técnicos superiores encargados de llevar a cabo dictámenes y objetivos decididos por expertos totalmente ajenos a las realidades cotidianas de la vida del aula.1 El mensaje implícito en esta práctica parece ser el de que los profesores no cuentan cuando se trata
de examinar críticamente la naturaleza y e proceso de la reforma educativa.
El clima político e ideológico no parece favorable para los profesores el este momento.
En todo caso, éstos tienen ante sí el reto de entablar un debate público con sus críticos, así como la oportunidad de comprometerse haciendo la autocrítica necesaria con respecto a la naturaleza y la finalidad de la preparación del profesorado, los programas de perfeccionamiento del profesorado y las formas dominantes de la enseñanza en el aula. Por otra parte, el debate frece a los profesores la oportunidad de organizarse colectivamente para mejorar las condiciones de su trabajo y para demostrar a la opinión pública el papel centra que debe reservarse a los profesores en cualquier intento viable de reforma de la-.escuela-pública.
Para que los profesores y otras personas relacionadas con la escuela se comprometan en este debate es necesario desarrollar una perspectiva teórica que redefina la naturaleza de la crisis educativa y que al mismo tiempo proporcione la base para un punto de vista alternativo sobre la formación y el trabajo de los profesores. En pocas palabras, el reconocimiento de que la actual crisis educativa tiene mucho que ver con la tendencia progresiva a la reducción del papel de los profesores en todos los niveles educativos es un prerrequisito teórico necesario para que los docentes se organicen con eficacia y dejen oír colectivamente su voz en el actual debate; Además, este reconocimiento deberá luchar a brazo partido no sólo con la pérdida creciente de poder entre los profesores en lo que se refiere a las condiciones básicas de su trabajo, sino también con una percepción pública cambiante de su papel como profesionales de la reflexión.
Desearía hacer una pequeña aportación teórica a este debate y al desafío que el mismo
origina examinando dos problemas importantes que necesitan de un cierto análisis para
mejorar la calidad del “trabajo de profesor”, que incluye tanto las tareas istrativas
y algunos compromisos opcionales como la instrucción en el aula. En primer lugar, opino que es necesario examinar las fuerzas ideológicas y materiales que han contribuido a lo que podríamos llamar la proletarización del trabajo del profesor, es
decir, la tendencia a reducir a los profesores a la categoría de técnicos specializados
dentro de la burocracia escolar, con la consiguiente función de gestionar y
cumplimentar programas curriculares en lugar de desarrollar o asimilar críticamente los currículos para ajustarse a preocupaciones pedagógicas específicas. En segundo lugar, está la necesidad de defender las escuelas como instituciones para el mantenimiento y el desarrollo de una democracia y también para defender a los profesores como intelectuales transformativos que combinan la reflexión y la práctica académicas con el fin de educar a los estudiantes para que sean ciudadanos reflexivos y activos. En lo que resta del ensayo trataré de desarrollar estos puntos, examinando finalmente sus implicaciones para ofrecer una visión alternativa del trabajo de los profesores.
Devaluación y deshabilitación del trabajo del profesor
Una de las amenazas más importantes a quien tiene que hacer frente los futuros y
actuales profesores de la escuela pública es el creciente desarrollo de ideologías
instrumentales que acentúa el en foque tecnocrático tanto de la formación del
profesorado como de la pedagogía del aula. El actual énfasis en los factores
instrumentales y pragmáticos de la vida escolar se basa esencialmente en usa serie de
importantes postulados pedagógicos. Entre ellos hay que incluir: la llamada a separar la concepción de la ejecución ; la estandarización del conocimiento escolar con vistas a una mejor gestión y control del mismo; y la devaluación del trabajo crítico e intelectual por parte de profesores y estudiantes en razón de la primacía de las consideraciones prácticas
.2 este tipo de racionalidad instrumental encuentra una de sus expresiones más poderosas
en la formación de los futuros profesores. Está documentado a la perfección el hecho de que los programas para formación de profesores de los Estados Unidos han estado
dominados desde hace tiempo por una orientación conductista y por el énfasis en el
dominio de áreas de asignatura y de métodos de enseñanza

.3 Las implicaciones de este enfoque, tal como las señala acertadamente Zeichner, son:
Bajo esta orientación de la formación de los profesores se esconde una metáfora de “producción”,una
visión de la enseñanza como una “ciencia aplicada” y una visión del profesor como, ante todo,
un “ejecutor” de las leyes y principios del aprendizaje efectivo. Los futuros profesores tal vez
avancen a través del vitae a su propio ritmo y tal vez tomen parte en actividades de aprendizaje
variadas o estandarizadas, pero, en todo caso, lo que tienen que dominar es de un alcance
limitado (por ejemplo, un cuerpo de conocimientos de contenido profesional y las habilidades
de enseñanza) y está plenamente determinado de antemano por otros, a menudo basándose
en la investigación sobre la efectividad de los enseñantes. El futuro profesor es contemplado
ente todo como un receptor pasivo de este conocimiento profesional y apenas interviene en la
determinación de la sustancia y orientación de su programa de preparación.4
Los problemas derivados de este enfoque aparecen claramente enunciados en la
afirmación de John Dewey acerca de que los programas de adiestramiento de los
profesores que solo acentúan la habilidad resultan de hecho contraproducentes tanto para la naturaleza de la enseñanza como para los estudiantes.5 en lugar de arender a
reflexionar sobre los principios que estructuran la vida y la práctica del aula, a los futuros profesores se les enseñan metodologías que parecen negar la necesidad misma del pensamiento crítico. Lo decisivo aquí es el hecho de que los programas de
educación del profesorado a menudo pierden de vista la necesidad de educar a los
estudiantes para que examinen la naturaleza subyacente de los problemas escolares. Es
más, estos programas necesitan sustituir el lenguaje de la gestión y la eficacia por un análisis crítico de las condiciones menos obvias que estructuran las prácticas
ideológicas y materiales de la instrucción escolar.
En lugar de prender a plantear cuestiones acerca de los principios subyacentes a los
diferentes métodos pedagógicos, a las técnicas de investigación y a las teorias
educativas, los estudiantes se entretienen a menudo en el aprendizaje del “como
enseñar”, con “que libros” hacerlo, o en el dominio de la mejor manera de transmitir un cuerpo dado de conocimientos. Por ejemplo, los seminarios obligatorios de prácticas de campo a menudo se reducen a que algunos estudiantes compartan entre sí las técnicas utilizadas para manipular y controlar la disciplina del aula, para organizar las actividades de una jornada, y para aprender a trabajar dentro de una distribución específica del tiempo. Al examinar uno de esos programas, Jesse Goodman plantea algunas cuestiones importantes acerca de los descalificados silencios que presenta.
Escribe el autor citado:
No se cuestionaban en modo alguno sentimientos, postulados o definiciones en este debate. Por ejemplo,
la “necesidad” de las recompensas y los castigos externos para “conseguir que los chicos aprendiesen”era algo que se daba por sentado; las implicaciones educativas y éticas ni siquiera se mencionaban. Tampoco se mostraba preocupación por estimular o acrecentar el deseo intrínseco del niño de aprender.
Definiciones de chicos bueno como “Chicos Tranquilos” de trabajo en el cuaderno escolar como “lectura”, de tiempo dedicado a los deberes como “aprendizaje” y de conseguir llegar al final de la materia cumpliendo el horario como “la meta de la enseñanza”, todas ellas pasaron sin discusión alguna.
Tampoco se investigaron los sentimientos de urgencia y de posible culpabilidad por no atenerse a los horarios señalados. La auténtica preocupación de este debate era que todos “participasen”6
Así pues, las racionalidad tecnocrática e instrumental actúan dentro del campo mismo
de la enseñanza y desempeñan un papel cada vez más importante en la reducción de la
autonomía del profesor con respecto al desarrollo y planificación de los currículos y en el enjuiciamiento y aplicación de la instrucción escolar. Esto se pone en evidencia sobre todo en la proliferación de lo que se ha en llamar materiales curriculares “a prueba del profesor”,7 la base racional subyacente en muchos de esos materiales reserva a los profesores el papel de simples ejecutores de procedimientos de contenido predeterminado e instruccionales. El método y el objetivo de estos materiales es legitimar lo que yo suelo llamar pedagogías basadas en la gestión. Es decir, el conocimiento de fracciona en partes discontinuas, se estandariza para facilitar su gestión y consumo, y se mide a través de formas predefinidas de evaluación. Los enfoques curriculares de este tipo constituyen pedagogías de gestión porque las cuestiones centrales referentes al aprendizaje se reducen a un problema de gestión, que podríamos enunciar así; “¿Cómo asignar los recursos (profesores, estudiantes y materiales) para conseguir que se gradué el mayor número posible de estudiantes dentro de un espacio de tiempo determinado”8 El postulado teórico subyacente que guía este tipo de pedagogía es que la conducta de los profesores necesita ser controlada y convertida en algo coherente y predecible a través de las diferentes escuelas y poblaciones estudiantiles.
Lo que es evidente en este enfoque es que organiza la vida escolar en torno a expertos en currículos, en instrucción y en evaluación, a los cuales se asigna de hecho la tarea de pensar, mientras que los profesores se ven reducidos a la categoría de simples ejecutores de esos pensamientos. El efecto es que no sólo se descalifica a los profesores y se les aparta de los procesos de deliberación y reflexión, sino que, además, la naturaleza del aprendizaje y la pedagogía del aula se convierte en procesos rutinarios. No será necesario decir que los principios subyacentes a las pedagogías gestionarías están en desacuerdo con la premisa de que los profesores deberían participar activamente en la puesta a punto de los materiales curriculares adecuado para los contextos culturales y sociales en los que enseñan. Más concretamente, la reducción de las opciones curriculares a un formato inspirado en la “vuelta a lo básico” y a la introducción de pedagogías basadas en obstáculos y deberes actúan a partir del postulado teórico erróneo de que todos los estudiantes pueden aprender utilizando los mismos materiales, las mismas técnicas de impartir instrucción en el aula y las mimas modalidades de evaluación. La idea de que los estudiantes presentan diferentes historias y encarnan diferentes experiencias, prácticas lingüísticas, culturales y de talentos no alcanza ninguna importancia estratégica dentro de la lógica y del alcance explicativo de la teoría
pedagógica gestionaria.

Los profesores como intelectuales trasformativos
A continuación trataré de defender la idea de que una manera de representar y
reestructurar la naturaleza del trabajo docente es la de contemplar a los profesores como intelectuales transformativos. La categoría de intelectual resulta útil desde diversos puntos de vista. En primer lugar, ofrece una base teórica para examinar al trabajo de los docentes como una forma de tarea intelectual, por oposición a una definición del mismo en términos puramente instrumentales o técnicos. En segundo lugar, aclara los tipos de condiciones ideológicas y prácticas necesarias para que los profesores actúen como intelectuales. En tercer lugar, contribuye a aclarar el papel que desempeñan los profesores en la producción y legimitación de diversos intereses políticos, económicos y sociales a través de las pedagogías que ellos mismos aprueban y utilizan.
Al contemplar a los profesores como intelectuales, podemos aclarar la importante idea
de que toda actividad humana implica alguna forma de pensamiento. Ninguna actividad,
por rutinaria que haya llegado a ser, puede prescindir del funcionamiento de la mente
hasta una cierta medida. Este es un problema crucial. Porque, al sostener que el uso de la mente es un componente general de toda actividad humana, exaltamos la capacidad
humana de integrar pensamiento y práctica, y al hacer esto ponemos de relieve el núcleo de lo que significa contemplar a los profesores como profesionales reflexivos de la enseñanza. Dentro de este discurso, puede verse a los profesores como algo más que “ejecutores profesionalmente equipados para hacer realidad efectiva cualquiera de las metas que se les señale. Más bien contemplarse como hombres y mujeres libres con una especial dedicación a los valores de la inteligencia y al encarecimiento de la capacidad crítica de los jóvenes”9.
La visión de los profesores como intelectuales proporciona, además, una fuerte crítica teórica de las ideologías tecnocráticas e instrumentales subyacentes a una teoría educativa que separa la conceptualización, la planificación y el diseño de los currículos de los procesos de aplicación y ejecución. Hay que insistir en la idea de que los profesores deben ejercer activamente la responsabilidad de plantear cuestiones serias acerca de lo que ellos mismos enseñan, sobre la forma en que deben enseñarlo y sobre los objetivos generales que persiguen. Esto dignifica que los profesores tienen que desempeñar un papel responsable en la configuración de los objetivos y las condiciones de la enseñanza escolar. Semejante tarea resulta imposible dentro de una división del trabajo en la que los profesores tienen escasa influencia sobre las condiciones ideológicas y económicas de su trabajo. Este punto tienen una dimensión normativa y política que parece especialmente relevante para los profesores. Si creemos que el papel de la enseñanza no puede reducirse al simple adiestramiento en las habilidades prácticas sino que, por el contrario, implica la educación de una clase de intelectuales vital para el desarrollo de una sociedad libre, entonces la categoría de intelectual sirve para relacionar el objetivo de la educación de los profesores, de la instrucción pública y del perfeccionamiento de los docentes con los principios mismos necesarios para desarrollar una ordenación y una sociedad democráticas.
Personalmente he sostenido que el hecho de ver a los profesores como intelectuales nos capacita para empezar a repensar y reformar las tradiciones y condiciones que hasta ahora han impedido que los profesores asuman todo su potencial como académicos y profesionales activos y reflexivos. Creo que es importante no sólo ver a los profesores como intelectuales, sino también contextualizar en términos políticos y normativos las funciones sociales concretas que realizan los docentes. De esta manera, podemos ser más específicos acerca de las diferentes relaciones que entablan los profesores tanto con su trabajo como con la sociedad dominante.
Un punto de partida para planear la cuestión de la función social de los profesores como intelectuales es ver las escuelas como lugares económicos, culturales y sociales
inseparablemente ligados a los temas del poder y el control. Esto quiere decir que las escuelas no se limitan simplemente a transmitir de manera objetiva un conjunto común de valores y conocimientos. Por el contrario, las escuelas son lugares que representan formas de conocimiento, y usos lingüísticos, relaciones sociales y valores que implican selecciones y exclusiones particulares a partir de la cultura general. Como tales, las escuelas sirven para introducir y legitimar formas particulares de vida social. Más que instituciones objetivas alejadas de la dinámica de la política y el poder, las escuelas son de hecho esferas debatidas que encarnan y expresan una cierta lucha sobre qué formas de autoridad, tipos de conocimiento, regulación moral e interpretaciones del pasado y del futuro deberían ser legitimadas y transmitidas a los estudiantes. Esta lucha es del todo evidente, por ejemplo, en las exigencias de los grupos religiosos de derechas, que tratan de imponer la oración en la escuela, de retirar determinados libros de las bibliotecas escolares y de incluir algunas enseñanzas religiosas en los currículos científicos. Naturalmente, también presentan sus propias demandas las feministas, los ecologistas, las minorías y otros grupos de interés que creen que las escuelas deberían de enseñar estudios femeninos, cursos sobre el entorno o historia de los negros. En pocas palabras, las escuelas no son lugares neutrales, y consiguientemente tampoco los profesores pueden adoptar una postura neutral.
En el sentido más amplio, los profesores como intelectuales han de contemplarse en
función de los intereses ideológicos y políticos que estructuran la naturaleza del
discurso, las relaciones sociales del aula y los valores mismo que ellos legitiman en su enseñanza. Con esta perspectiva en la mente, quiero extraer la conclusión de que, si los profesores han de educar a los estudiantes para ser ciudadanos activos y críticos, deberían convertirse ellos mismos en intelectuales transformativos.
Un componente central de la categoría de intelectual transformativo es la necesidad de conseguir que lo pedagógico sea más político y lo político más pedagógico. Hacer lo pedagógico más político significa insertar la instrucción escolar directamente en la esfera política, al demostrarse que dicha instrucción representa una lucha ara determinar le dignificado y al mismo tiempo una lucha en torno a las relaciones de poder. Dentro de esta perspectiva, la reflexión y la acción críticas se convierten en parte de un proyecto social fundamental para ayudar a los estudiantes a desarrollar una fe profunda y duradera en la lucha para superar las injusticias económicas, políticas y sociales para humanizarse más a fondo ellos mismo como parte de esa lucha. En este sentido, el conocimiento y el poder están inextricablemente ligados a la presuposición de que escoger la vida, reconocer la necesidad de mejorar su carácter democrático y cualitativo para todas las personas, equivale a comprender las condiciones previas necesarias para luchar por ello.
Hacer lo político más pedagógico significa servirse de formas de pedagogía que
encarnen intereses políticos de naturaleza liberadora; es decir, servirse de formas de pedagogía que traten a los estudiantes como sujetos críticos, hacer problemático el conocimiento, recurrir al diálogo crítico y afirmativo, y apoyar la lucha por un mundo cualitativamente mejor para todas las personas. En parte, esto sugiere que los
intelectuales transformativos toman enserio la necesidad de conceder a los estudiantes voz y voto en sus experiencias de aprendizaje. Ello implica, además, que hay que desarrollar un lenguaje propio atento a los problemas experimentados en el nivel de la vida diaria, particularmente en la medida en que están relacionados con las experiencias conectadas con la práctica del aula. Como tal, el punto de partida pedagógico para este tipo de intelectuales no es el estudiante aislado, sino los individuos y grupos en sus múltiples contextos culturales, de clase social, radicales, históricos y sexuales, juntamente con la particularidad de sus diversos problemas, esperanzas y sueños.
Los intelectuales transformativos necesitan desarrollar un discurso que conjugue el
lenguaje de la crítica con del de la posibilidad, de forma que los educadores sociales reconozcan que tienen la posibilidad introducir algunos cambios. En este sentido, los intelectuales en cuestión tienen que pronunciarse contra algunas injusticias económicas, políticas y sociales, tanto dentro como fuera de las escuelas. Paralelamente, han de esforzarse por crear las condiciones que proporcionen a los estudiantes la oportunidad de convertirse en ciudadanos con el conocimiento y el valor adecuados para luchar con el fin de que la desesperanza resulte poco convincente y la esperanza algo práctico. Por difícil que pueda parecer esta tarea a los educadores sociales, es una lucha en la que merece la pena comprometerse. Comportarse de otro modo equivaldría a negar a los educadores sociales la oportunidad de asumir el papel de intelectuales transformativos.